La cancela no
chirrió tanto como otras ocasiones cuando se abrió. O tal vez sí. Lo cierto es
que Emily no prestó atención. Tenía otras cosas en mente. Distraída, comenzó a
caminar entre las calabazas que se extendían frente a ella. Una ligera niebla
la arropaba, pero Emily no prestó atención. Estaba atardeciendo, igual que
podía estar anocheciendo o podía ser media noche, eso a Emily le daba igual, se
sabía el camino de memoria. Un cuervo parecía divertirse saltando de calabaza
en calabaza, picoteándolas. Pero Emily no le prestó atención. Tras pasar el
retorcido y nudoso árbol, un gato salió de entre las ramas y comenzó a maullar
lastimero. Tenía frío. El cuervo voló a su lado. Comenzó a graznar al son de
sus maullidos, pero Emily no les prestó atención. Se quedaron observándola un
rato. Después, cada uno volvió a lo suyo.
Emily seguía
pensando. Bueno, realmente no pensaba. Tenía la mente en blanco. Simplemente
dejaba que la tristeza fluyera en su interior, como un torrente de emociones
que, súbitamente se adueñaron de su menudo cuerpo. Poco a poco, las calabazas
se juntaban más y más y hacían más complicado el trayecto. Pero Emily no le
prestó atención. Al menos, no hasta que se tropezó con una y cayó de bruces al
suelo. Entonces volvió a la realidad. Tenía frío. La niebla había empapado su
camisa a cuadros. Tenía los pantalones rasgados por la caída y un hilillo de
sangre corría por la palma de su mano. Él se había ido. Estaba completamente
sola. Otra vez. Cuando creía que ya no le quedaban lágrimas, de sus ojos negros
brotaron pequeñas gotas de puro dolor. No podía permitírselo. No. Emily estaba
cansada de sollozar, de ser la que lo perdía todo, de sufrir. Alzó la cabeza.
Vio entonces al espantapájaros en mitad del campo. Estaba mirándola, con esa
eterna sonrisa burlona en su rostro. El viento hacía que se balancease y
crujiese. Emily se acercó a él. El espantapájaros la miró con curiosidad. Tras
un breve silencio, Emily volvió a vaciarse por dentro. Volvió a ignorar al
viento, a la niebla, a las calabazas y al encapotado cielo. Echó a andar. El
espantapájaros se decidió a seguirla carcomido más por la curiosidad que por el
paso de los años. Pero Emily no le prestó atención.
Al fin llegaron al
borde del campo de calabazas justo cuando empezó a caer un ligero manto de
lluvia sobre ellos y la niebla era ya baja. Pasaron la podrida puertecilla de
madera y caminaron un rato por el alto césped, que le llegaba a Emily hasta las
rodillas. Las ondas que el viento dibujaba sobre el campo rodearon a Emily, pero
ella no le prestó atención. Por el
contrario, al espantapájaros parecía divertirle de lo lindo. Se quedó un poco
atrasado intentando adelantar alguna ola de ese mar. Cuando vio que Emily se
alejó de él, perdió todo el interés que tenía por ella y volvió a montar
guardia entre las calabazas; vio como el cuervo picoteaba las calabazas de la
zona que él vigilaba, pero se limitó a observar. Su sonrisa parecía ahora más
triste. Supongo que ahora le daba igual.
Emily cruzó un
puente de piedra que salvaba la parte estrecha del río. El agua bajaba fresca y
cristalina, pero no le prestó atención. Ya faltaba poco para llegar al lago. Se
detuvo a observar el paisaje un momento. Ahí sí le gustaba prestar atención.
Por muy mal que estuviese, la verde extensión que se expandía frente a ella
solía reconfortarla. El viento la acarició con ternura. Las gotas se resbalaban
por su cara. Cerró los ojos e inspiró.
EL olor a lluvia y tierra mojada inundó su corazón. Había un sonido en el aire,
como un gemido, una palpitación… pensó que sería ella misma. Un trueno iluminó
con un todo rosáceo el campo frente a ella. Al rato, el retumbar rugió con
fuerza. A su derecha vio el acantilado. A veces le gustaba acercarse a observar
el mar desde lo alto. En esta ocasión, había alguien sentado en una mecedora.
Pero no le prestó más atención. Y siguió su camino.
Finalmente llegó al
lago. Reflejaba las negras nubes tan claramente como si el cielo estuviese a
sus pies. El álamo estaba ahí, fiel a su palabra. Siempre que Emily estaba
triste, las hojas del árbol cantaban para ella con el vaivén del viento.
Acarició su rugosa corteza y se sentó en el suelo mojado. Apoyó la cabeza
contra el tronco. La lluvia dibujaba ondas sobre el agua. Al espantapájaros le
hubiera encantado verlo, pero ya estaba demasiado lejos. Emily ya no podía ir a
ninguna parte más. Quería volar muy lejos de ahí para no tener que enfrentarse
a su dolor. Pero no podía. Pasó un buen rato pensando qué podía hacer. Pero ya
sabía la respuesta. El álamo había cantado ya demasiadas veces para Emily,
ambos sabían cómo acaba este cuento. Cuando el frio caló en sus huesos, se
incorporó. Se sacudió la mugre de los pantalones y se acicaló un poco el pelo.
Dio media vuelta y empezó a andar.
Y entonces, algo
pasó. Al principio sonó como un rumor ligero, pero poco a poco se fue haciendo
más y más intenso. Un tintineo acompañaba al eco metálico que se acercaba. Se
giró con incredulidad y observó atónita como un tren paraba en la orilla del
lago. No se desplazaba sobre ningún raíl. De hecho, parecía ir levitando sobre
el suelo. Tenía solo tres vagones y la locomotora, que parecía demasiado vieja
como para seguir funcionando. Era el tren de la bruja. Emily lo sabía
bien. Durante mucho tiempo se imaginó que
el tren aparecía frente a ella y se la llevaba lejos. Y por fin estaba ahí. Tan
decidida como empapada, se subió. El álamo entonó una triste canción de
despedida. El tren partió. Y nadie volvió a saber nada más sobre Emily. Pero
Emily ya no le prestó atención a ello.