miércoles, 28 de octubre de 2015

Tormenta.

Entre el tronar que anuncia la tormenta de verano, creo distinguir ramalazos de un susurro que es imposible que venga de este mundo. Es el ulular del viento que me embelesa los sentidos. Miro a las nubes... ellas, grises y amenazadoras, crean una atmósfera oprimente. Pero me siento tan bien escuchando ese dulce sonido....
En mi mecedora me balanceo sin otra preocupación que esperar a que el chaparrón me arrastre. El retumbar de los truenos y el bramido de las nubes incitan al viento a mecerme más y más. De pronto, me doy cuenta de que estoy inmerso en un mar verde, el viento agita las briznas de hierba formando olas que me evocan un mar lejano, demasiado bravo como para querer bañarse en él. El olor a salitre se me mete por la nariz; ahora recuerdo por qué me sentía tan a gusto. El ruido del viento rozando con la hierba me recordaba a ese mar, y el viento que me abrazaba a la suave brisa marina y a cómo el suave viento ondeaba en su pelo negro. Vislumbré el acantilado, lo suficientemente alto como para querer volar lejos del recuerdo de su ausencia. Las nubes, enojadas, me gritaban "hazlo".

Meciéndome en mi mecedora al borde del abismo miré al horizonte en busca de algún claro que anunciase que la tormenta amainaría. No lo encontré.  Una gota salpicó mi cara, pero tan sumido estaba en mi comodidad que no quise distinguir si era por la lluvia, por el mar que clamaba mi cuerpo más abajo del acantilado o por la hierba que poco a poco empezaba a ser realmente un océano. Miré fijamente a una nube. Esta, negra como su pelo me hizo ser consciente de la realidad... ella ya no estaba aquí. Y eso no iba a cambiar, pasara el tiempo que pasara en el vaivén de la mecedora. Me incorporé y miré al fondo del abismo. Y empezó a llover. Eso me consoló, por lo menos las nubes son conscientes de lo que me han hecho decidir y ahora se arrepienten. Respiré una bocanada de aire fresco y húmedo. El viento arreciaba como queriendo detener mi fatídico avance... Pero ya no pudo hacer nada cuando abrí mis brazos e intenté volar sobre el mar.

martes, 27 de octubre de 2015

Una canción.

La cancela no chirrió tanto como otras ocasiones cuando se abrió. O tal vez sí. Lo cierto es que Emily no prestó atención. Tenía otras cosas en mente. Distraída, comenzó a caminar entre las calabazas que se extendían frente a ella. Una ligera niebla la arropaba, pero Emily no prestó atención. Estaba atardeciendo, igual que podía estar anocheciendo o podía ser media noche, eso a Emily le daba igual, se sabía el camino de memoria. Un cuervo parecía divertirse saltando de calabaza en calabaza, picoteándolas. Pero Emily no le prestó atención. Tras pasar el retorcido y nudoso árbol, un gato salió de entre las ramas y comenzó a maullar lastimero. Tenía frío. El cuervo voló a su lado. Comenzó a graznar al son de sus maullidos, pero Emily no les prestó atención. Se quedaron observándola un rato. Después, cada uno volvió a lo suyo.
Emily seguía pensando. Bueno, realmente no pensaba. Tenía la mente en blanco. Simplemente dejaba que la tristeza fluyera en su interior, como un torrente de emociones que, súbitamente se adueñaron de su menudo cuerpo. Poco a poco, las calabazas se juntaban más y más y hacían más complicado el trayecto. Pero Emily no le prestó atención. Al menos, no hasta que se tropezó con una y cayó de bruces al suelo. Entonces volvió a la realidad. Tenía frío. La niebla había empapado su camisa a cuadros. Tenía los pantalones rasgados por la caída y un hilillo de sangre corría por la palma de su mano. Él se había ido. Estaba completamente sola. Otra vez. Cuando creía que ya no le quedaban lágrimas, de sus ojos negros brotaron pequeñas gotas de puro dolor. No podía permitírselo. No. Emily estaba cansada de sollozar, de ser la que lo perdía todo, de sufrir. Alzó la cabeza. Vio entonces al espantapájaros en mitad del campo. Estaba mirándola, con esa eterna sonrisa burlona en su rostro. El viento hacía que se balancease y crujiese. Emily se acercó a él. El espantapájaros la miró con curiosidad. Tras un breve silencio, Emily volvió a vaciarse por dentro. Volvió a ignorar al viento, a la niebla, a las calabazas y al encapotado cielo. Echó a andar. El espantapájaros se decidió a seguirla carcomido más por la curiosidad que por el paso de los años. Pero Emily no le prestó atención.
Al fin llegaron al borde del campo de calabazas justo cuando empezó a caer un ligero manto de lluvia sobre ellos y la niebla era ya baja. Pasaron la podrida puertecilla de madera y caminaron un rato por el alto césped, que le llegaba a Emily hasta las rodillas. Las ondas que el viento dibujaba sobre el campo rodearon a Emily, pero ella  no le prestó atención. Por el contrario, al espantapájaros parecía divertirle de lo lindo. Se quedó un poco atrasado intentando adelantar alguna ola de ese mar. Cuando vio que Emily se alejó de él, perdió todo el interés que tenía por ella y volvió a montar guardia entre las calabazas; vio como el cuervo picoteaba las calabazas de la zona que él vigilaba, pero se limitó a observar. Su sonrisa parecía ahora más triste. Supongo que ahora le daba igual.
Emily cruzó un puente de piedra que salvaba la parte estrecha del río. El agua bajaba fresca y cristalina, pero no le prestó atención. Ya faltaba poco para llegar al lago. Se detuvo a observar el paisaje un momento. Ahí sí le gustaba prestar atención. Por muy mal que estuviese, la verde extensión que se expandía frente a ella solía reconfortarla. El viento la acarició con ternura. Las gotas se resbalaban por su  cara. Cerró los ojos e inspiró. EL olor a lluvia y tierra mojada inundó su corazón. Había un sonido en el aire, como un gemido, una palpitación… pensó que sería ella misma. Un trueno iluminó con un todo rosáceo el campo frente a ella. Al rato, el retumbar rugió con fuerza. A su derecha vio el acantilado. A veces le gustaba acercarse a observar el mar desde lo alto. En esta ocasión, había alguien sentado en una mecedora. Pero no le prestó más atención. Y siguió su camino.
Finalmente llegó al lago. Reflejaba las negras nubes tan claramente como si el cielo estuviese a sus pies. El álamo estaba ahí, fiel a su palabra. Siempre que Emily estaba triste, las hojas del árbol cantaban para ella con el vaivén del viento. Acarició su rugosa corteza y se sentó en el suelo mojado. Apoyó la cabeza contra el tronco. La lluvia dibujaba ondas sobre el agua. Al espantapájaros le hubiera encantado verlo, pero ya estaba demasiado lejos. Emily ya no podía ir a ninguna parte más. Quería volar muy lejos de ahí para no tener que enfrentarse a su dolor. Pero no podía. Pasó un buen rato pensando qué podía hacer. Pero ya sabía la respuesta. El álamo había cantado ya demasiadas veces para Emily, ambos sabían cómo acaba este cuento. Cuando el frio caló en sus huesos, se incorporó. Se sacudió la mugre de los pantalones y se acicaló un poco el pelo. Dio media vuelta y empezó a andar.
Y entonces, algo pasó. Al principio sonó como un rumor ligero, pero poco a poco se fue haciendo más y más intenso. Un tintineo acompañaba al eco metálico que se acercaba. Se giró con incredulidad y observó atónita como un tren paraba en la orilla del lago. No se desplazaba sobre ningún raíl. De hecho, parecía ir levitando sobre el suelo. Tenía solo tres vagones y la locomotora, que parecía demasiado vieja como para seguir funcionando. Era el tren de la bruja. Emily lo sabía bien.  Durante mucho tiempo se imaginó que el tren aparecía frente a ella y se la llevaba lejos. Y por fin estaba ahí. Tan decidida como empapada, se subió. El álamo entonó una triste canción de despedida. El tren partió. Y nadie volvió a saber nada más sobre Emily. Pero Emily ya no le prestó atención a ello.