lunes, 28 de diciembre de 2015

Frío

Recorta un negro cuervo su oscura silueta en el gris cielo para que no olvide el frío. Frío en los huesos ante una hoguera que no calienta. Frío quejumbroso que engarrota mis manos al escribir frías palabras. La sonrisa antaño cálida se torna helada al andar sobre la nieve. Nieve que cala los zapatos y me hace tambalear. Una bufanda y un gorro de lana no son suficientes para aplacar un vendaval. Frío. Siempre frío. Adusta figura que tirita frente al soportal de un viejo caserón colonial pidiendo una limosna o un café para pasar la noche. Delgada estampa que lamenta escuchar el crepitar del calor del hogar desde fuera. Resquebrajados los recuerdos alegres en el hielo bajo mis pies, vago errático por la antigua ciudad, recordando una época en la que el frío no era tan doloroso.
¡Cómo pesan las palabras que no se dicen cuando hay tanto que decir!
Como el humo de una locomotora se escapa el vaho de mis cortados labios hacia el invernal día. Labios llenos de frío. Labios que, más que comida, anhelan tus besos. Anhelo. Frío anhelo. Anhelo de carcajadas que se han tornado insidiosa tos. Lanza el atardecer sobre el horizonte confusas sombras, amenazando con una larga noche solitaria en Navidad. Poco a poco se apagan las risueñas voces de los niños en la calle. Queda sólo ruido. Ruido de viento. Ruido de soledad. Ruido de frío. Frío. Siempre frío. Graznan los últimos cuervos al aire en las copas de los árboles. Crujen mis castigadas articulaciones. Ruge mi estómago. Me desplomo ante las puertas de la catedral. Resuenan los dulces cánticos en mis aturdidos oídos. Bailan mis ensoñaciones en una ignota mascarada. Me apago en el frío. No veo la luz. Me apago. Repican las campanas.
Me apago.
Frío
Sólo queda frío.

viernes, 25 de diciembre de 2015

El puente de Tul

Una ligera escarcha cubría los adoquines que decoraban el suelo del puente Tul. Era bien entrada la noche. Las llamas de las farolas se reflejaban tímidamente en la húmeda superficie del puente. Debajo, el río corría helado, casi inerte. Unos pasos elegantes cortaron el ruido del silencio invernal, acompañados de ligeros golpes perfectamente rítmicos de bastón. La capa ondeaba al viento, empapada en su parte más baja. El sombrero luchaba por mantener un precario equilibrio sobre la cabeza del muchacho. Su figura se veía recortada contra la titlante luz de la adusta farola. El frío invadió su robusto cuerpo hasta el punto de hacerle tiritar. Una sonrisa a dibujó en su rostro, acentuada por una perilla puntiaguda. Ese era el lugar en el que debía estar. Miró su reloj de bolsillo. Faltaban aun tres minutos. Contempló el vacío que se extendía bajo el puente. Parecía la puerta hacia el mismo infierno. El puente Tul había conocido ya muchas historias. Esta sólo iba a suponer a sus vetustas piedras otra más. Unos temblorosos pasos resonaron en el eco de la oscuridad aproximandose al joven. "Por fin" se dijo a sí mismo. Los sollozos de la muchacha aullaban a la luna que no aparecía. Sin prestar atención a su compañía, se encaramó al puente Tul dispuesta a dejarse olvidar por siempre.
- Vamos, muchacha triste, no querrás visitar a la muerte tan pronto y con esos harapos de sirvienta, ¿verdad?- dijo él.
-¡Atrás! O te juro que me mato- balbuceó ella.
- No tengo intención de entrometerme en tus asuntos, cielo. Mas me corroe la curiosidad de saber por qué una chica tan linda toma esta decisión. Si finalmente saltas, no vas a tener más oportunidades de ser generosa, así que haz un último acto de bondad y cuéntame tu problema- sonrió él
- Quien conoce del mal de amores, de todos los dolores conoce. La persona que amaba y que decía amarme se ha ido con la hilandera del pueblo y yo no sé qué hacer con este vacío en mi alma- lloró ella
- ¿Y si te dijese que puedo ayudarte, querida?- inquirió él
- ¿Cómo?- se sorprendió ella
- Haz que se tome este brebaje y sólo tendrá ojos para ti- le tendió él
- ¡Ay! Si tuviera dinero para pagarte con qué gusto lo haría- refunfuñó ella
- Es gratis, chiquilla. Todo precio es bajo si puedo salvar una vida- le ayudó a bajar él
- Ciertamente lo habéis hecho, mi señor. Voy presta a probar este remedio. Gracias, mil gracias, caballero, que Dios le acompañe toda su vida- exclamó agradecida ella

Cuando él se vio solo dijo para sus adentros "Cuánto dudo yo eso". Echó a andar por el puente Tul. El viento arrancó de su cabeza el sombrero. Lo último que la centelleante luz iluminó fueron sus dos cuernos. Lo último que cortó el viento fue su vil carcajada que aun hoy se escucha de vez en cuando sobre el puente Tul.

lunes, 14 de diciembre de 2015

Invierno

Nada sucede cuando sale el sol. 
Nada sucede cuando las copas altas de los desnudos chopos se mecen. 
Nada sucede cuando en invierno nada te calienta. 
Nada sucede porque no estás tú. 
Nada sucede cuando el río helado no suena.
Nada sucede cuando la nieve te arropa.
Nada sucede cuando el viento ulula. 
Nada sucede porque no estás tú.
Nada sucede cuando me dejo caer en el olvido.
Nada sucede cuando me araño el corazón.
Nada sucede cuando tirito hasta la extenuación.
Nada sucede porque no estás tú.
Nada sucede cuando el cuervo grazna.
Nada sucede cuando la leña crepita.
Nada sucede cuando el gentío murmura.
Nada sucede porque no estás tú.
Nada sucede cuando el azahar me abraza.
Nada sucede cuando el sándalo no camufla tu olor.
Nada sucede cuando te tatúo en mi alma.
Nada sucede porque no estás tú.

domingo, 13 de diciembre de 2015

Pesadilla

Duele el vacío en el alma, como duele el olvido en el corazón. Como se hunde en la piel el frío de la cama grande, desnuda de sentimientos, duele no despertar a tu sonrisa. Desesperan los papeles en blanco y la tinta derramada en el escritorio, como desesperan los latidos sin eco de mi corazón. Altos se alzan los muros de hormigón en mi cuarto, tal altos que por más que alzo la mirada no alcanzo a ver su fin. Desgarro las paredes queriendo salir, pero sigo aquí. Ando con pies descalzos en círculos por el helado suelo de madera encerada. No hay ventanas. Ni puertas. Ni chimenea. Nada. Nada más que la tumba en la que he elegido encerrarme. Tu olor sigue aquí, en alguna parte. No te recuerdo. Tampoco te olvido. Fantasma traicionero, apareces en cada esquina de mi cuarto, susurras mi nombre. Y te desvaneces como lágrimas surcando mi rostro. 
Niebla se levanta y sube y lo envuelve todo. Caigo de bruces. Me dejo ahogar. Me dejo llevar. Lejos. Muy lejos. Rezo por despertar a tu lado y que el sueño acabe. 

domingo, 29 de noviembre de 2015

Ceniza

Tengo ceniza en el corazón de arder hasta la extenuación noche tras noche contigo. Columnas blancas se alzan ante mi, altas, sin sujetar techo alguno. Porque no hay techo que nos contenga. Reinos se alzarán y caerán, pero ninguno tan fuerte como la unión de tu mirada con la mía. En polvo se convertirán estrellas lejanas, que no vivirán más que nuestro amor.
Tengo ceniza en la sonrisa de besar la tuya. Y me sabe a poco. Cada suspiro ahonda en un corazón que estaba marchito y que has vuelto a hacer latir.

Perdidos

Nos perdimos en el polvo que se amontonaba en el parqué, entre besos, caricias, mordiscos y promesas. Tan en soledad que éramos nuestra única compañía, en nuestro mundo. La luz del sol se filtraba entre las espesas cortinas, se colaba hasta tus ojos y los encendía. Brillaban. Verdes, profundos. Nos perdimos en una mirada que no se acababa. Nos perdimos en un abrazo desnudo, piel con piel, jadeo con jadeo, sudor con sudor. La primavera nos sabía a poco. No hay prisa cuando el tiempo se detiene. No hay música si no es tu voz. Nos perdimos en un silencio. El caos de la ropa desparramada por toda la habitación nos envolvía. Estábamos cansados por una noche en vela, pero el sueño no nos vencía. No hay cuadro más bonito que tu sonrisa. Nos perdimos en la canción de nuestras almas ardiendo juntas. Iluminando el cielo. Iluminando lo que no habíamos sentido nunca antes. Iluminando nuestros miedos. Ocultando en sombras lo que quedaba en el pasado. Confesamos lo inconfesable. Dijimos palabras que no habíamos dicho nunca. Inventamos palabras nuevas. Nos perdimos en un juego sin perdedores. Mis labios tenían hambre de tus labios. De tu cuello. De tu clavícula. De tus senos. De tu ombligo. De tu sexo. De cada centímetro de tu cuerpo. Nos perdimos en el festín de tus uñas rasgando mi espalda. Nos perdimos los crujidos del suelo de madera al retorcernos de placer. Tus piernas abrazaron mi cintura. Tus dientes se clavaron en mi cuello. Empezamos a hacer el amor. Acabamos follando. Siempre bailando. Siempre amándonos. Alejados de todo. Alejados de todos. No hay mejor río que las gotas de sudor surcando tu sien. No hay mejor maquillaje que tus níveos mofletes sonrojados. Ni mejor carcajada que la tuya entrecortada por los gemidos. Perdimos la timidez al pasar el umbral de la puerta. Acabamos como empezamos. Abrazados. Y volvimos a hacer el amor una vez más. Y volvimos a follar una vez más. Nunca estaríamos saciados el uno del otro.
Te levantaste a media mañana. Te pusiste tu bata. Te sentaste en el banco del piano. Tocaste las primeras notas de nuestra canción. Traje café para los dos y los restos de nuestra tarta nupcial. Los pájaros piaban fuera. Los niños reían. Jugaban. Y nuestra vida acababa de empezar.
Nos perdimos en la felicidad.
Nos perdimos más allá de la muerte. 

miércoles, 18 de noviembre de 2015

Olvido

A veces la observo mientras ella observa. Escudriña todo lo que mira. Sus ojos se posan en las hojas. Está pensando. Siempre pensando. Y yo sólo pienso en si pensará en mi de vez en cuando. Pero lo cierto es que ni si quiera sabe cómo me llamo. De vez en cuando, alza la vista y sus ojos se encuentran con los míos. Y me sonríe. Y yo sonrío. Y ella sigue a lo suyo. Y yo tengo la certeza de que, en un segundo, me ha vuelto a olvidar.A diario me olvida y me recuerda. Y yo también, en cierto modo. Porque cuando sonríe, me olvido lo que duele que me olvide y lo recuerdo al instante. Es todo tan confuso que ya no sé si su cabello es rubio o castaño claro ni si sus ojos son verdes o marrones.
Sólo sé lo que es estar enamorado durante un fugaz segundo.
El mejor segundo de mi vida, que en un segundo se desvanece y que se repite a diario.

miércoles, 28 de octubre de 2015

Tormenta.

Entre el tronar que anuncia la tormenta de verano, creo distinguir ramalazos de un susurro que es imposible que venga de este mundo. Es el ulular del viento que me embelesa los sentidos. Miro a las nubes... ellas, grises y amenazadoras, crean una atmósfera oprimente. Pero me siento tan bien escuchando ese dulce sonido....
En mi mecedora me balanceo sin otra preocupación que esperar a que el chaparrón me arrastre. El retumbar de los truenos y el bramido de las nubes incitan al viento a mecerme más y más. De pronto, me doy cuenta de que estoy inmerso en un mar verde, el viento agita las briznas de hierba formando olas que me evocan un mar lejano, demasiado bravo como para querer bañarse en él. El olor a salitre se me mete por la nariz; ahora recuerdo por qué me sentía tan a gusto. El ruido del viento rozando con la hierba me recordaba a ese mar, y el viento que me abrazaba a la suave brisa marina y a cómo el suave viento ondeaba en su pelo negro. Vislumbré el acantilado, lo suficientemente alto como para querer volar lejos del recuerdo de su ausencia. Las nubes, enojadas, me gritaban "hazlo".

Meciéndome en mi mecedora al borde del abismo miré al horizonte en busca de algún claro que anunciase que la tormenta amainaría. No lo encontré.  Una gota salpicó mi cara, pero tan sumido estaba en mi comodidad que no quise distinguir si era por la lluvia, por el mar que clamaba mi cuerpo más abajo del acantilado o por la hierba que poco a poco empezaba a ser realmente un océano. Miré fijamente a una nube. Esta, negra como su pelo me hizo ser consciente de la realidad... ella ya no estaba aquí. Y eso no iba a cambiar, pasara el tiempo que pasara en el vaivén de la mecedora. Me incorporé y miré al fondo del abismo. Y empezó a llover. Eso me consoló, por lo menos las nubes son conscientes de lo que me han hecho decidir y ahora se arrepienten. Respiré una bocanada de aire fresco y húmedo. El viento arreciaba como queriendo detener mi fatídico avance... Pero ya no pudo hacer nada cuando abrí mis brazos e intenté volar sobre el mar.

martes, 27 de octubre de 2015

Una canción.

La cancela no chirrió tanto como otras ocasiones cuando se abrió. O tal vez sí. Lo cierto es que Emily no prestó atención. Tenía otras cosas en mente. Distraída, comenzó a caminar entre las calabazas que se extendían frente a ella. Una ligera niebla la arropaba, pero Emily no prestó atención. Estaba atardeciendo, igual que podía estar anocheciendo o podía ser media noche, eso a Emily le daba igual, se sabía el camino de memoria. Un cuervo parecía divertirse saltando de calabaza en calabaza, picoteándolas. Pero Emily no le prestó atención. Tras pasar el retorcido y nudoso árbol, un gato salió de entre las ramas y comenzó a maullar lastimero. Tenía frío. El cuervo voló a su lado. Comenzó a graznar al son de sus maullidos, pero Emily no les prestó atención. Se quedaron observándola un rato. Después, cada uno volvió a lo suyo.
Emily seguía pensando. Bueno, realmente no pensaba. Tenía la mente en blanco. Simplemente dejaba que la tristeza fluyera en su interior, como un torrente de emociones que, súbitamente se adueñaron de su menudo cuerpo. Poco a poco, las calabazas se juntaban más y más y hacían más complicado el trayecto. Pero Emily no le prestó atención. Al menos, no hasta que se tropezó con una y cayó de bruces al suelo. Entonces volvió a la realidad. Tenía frío. La niebla había empapado su camisa a cuadros. Tenía los pantalones rasgados por la caída y un hilillo de sangre corría por la palma de su mano. Él se había ido. Estaba completamente sola. Otra vez. Cuando creía que ya no le quedaban lágrimas, de sus ojos negros brotaron pequeñas gotas de puro dolor. No podía permitírselo. No. Emily estaba cansada de sollozar, de ser la que lo perdía todo, de sufrir. Alzó la cabeza. Vio entonces al espantapájaros en mitad del campo. Estaba mirándola, con esa eterna sonrisa burlona en su rostro. El viento hacía que se balancease y crujiese. Emily se acercó a él. El espantapájaros la miró con curiosidad. Tras un breve silencio, Emily volvió a vaciarse por dentro. Volvió a ignorar al viento, a la niebla, a las calabazas y al encapotado cielo. Echó a andar. El espantapájaros se decidió a seguirla carcomido más por la curiosidad que por el paso de los años. Pero Emily no le prestó atención.
Al fin llegaron al borde del campo de calabazas justo cuando empezó a caer un ligero manto de lluvia sobre ellos y la niebla era ya baja. Pasaron la podrida puertecilla de madera y caminaron un rato por el alto césped, que le llegaba a Emily hasta las rodillas. Las ondas que el viento dibujaba sobre el campo rodearon a Emily, pero ella  no le prestó atención. Por el contrario, al espantapájaros parecía divertirle de lo lindo. Se quedó un poco atrasado intentando adelantar alguna ola de ese mar. Cuando vio que Emily se alejó de él, perdió todo el interés que tenía por ella y volvió a montar guardia entre las calabazas; vio como el cuervo picoteaba las calabazas de la zona que él vigilaba, pero se limitó a observar. Su sonrisa parecía ahora más triste. Supongo que ahora le daba igual.
Emily cruzó un puente de piedra que salvaba la parte estrecha del río. El agua bajaba fresca y cristalina, pero no le prestó atención. Ya faltaba poco para llegar al lago. Se detuvo a observar el paisaje un momento. Ahí sí le gustaba prestar atención. Por muy mal que estuviese, la verde extensión que se expandía frente a ella solía reconfortarla. El viento la acarició con ternura. Las gotas se resbalaban por su  cara. Cerró los ojos e inspiró. EL olor a lluvia y tierra mojada inundó su corazón. Había un sonido en el aire, como un gemido, una palpitación… pensó que sería ella misma. Un trueno iluminó con un todo rosáceo el campo frente a ella. Al rato, el retumbar rugió con fuerza. A su derecha vio el acantilado. A veces le gustaba acercarse a observar el mar desde lo alto. En esta ocasión, había alguien sentado en una mecedora. Pero no le prestó más atención. Y siguió su camino.
Finalmente llegó al lago. Reflejaba las negras nubes tan claramente como si el cielo estuviese a sus pies. El álamo estaba ahí, fiel a su palabra. Siempre que Emily estaba triste, las hojas del árbol cantaban para ella con el vaivén del viento. Acarició su rugosa corteza y se sentó en el suelo mojado. Apoyó la cabeza contra el tronco. La lluvia dibujaba ondas sobre el agua. Al espantapájaros le hubiera encantado verlo, pero ya estaba demasiado lejos. Emily ya no podía ir a ninguna parte más. Quería volar muy lejos de ahí para no tener que enfrentarse a su dolor. Pero no podía. Pasó un buen rato pensando qué podía hacer. Pero ya sabía la respuesta. El álamo había cantado ya demasiadas veces para Emily, ambos sabían cómo acaba este cuento. Cuando el frio caló en sus huesos, se incorporó. Se sacudió la mugre de los pantalones y se acicaló un poco el pelo. Dio media vuelta y empezó a andar.
Y entonces, algo pasó. Al principio sonó como un rumor ligero, pero poco a poco se fue haciendo más y más intenso. Un tintineo acompañaba al eco metálico que se acercaba. Se giró con incredulidad y observó atónita como un tren paraba en la orilla del lago. No se desplazaba sobre ningún raíl. De hecho, parecía ir levitando sobre el suelo. Tenía solo tres vagones y la locomotora, que parecía demasiado vieja como para seguir funcionando. Era el tren de la bruja. Emily lo sabía bien.  Durante mucho tiempo se imaginó que el tren aparecía frente a ella y se la llevaba lejos. Y por fin estaba ahí. Tan decidida como empapada, se subió. El álamo entonó una triste canción de despedida. El tren partió. Y nadie volvió a saber nada más sobre Emily. Pero Emily ya no le prestó atención a ello.