Las olas
acariciaban con gentileza la orilla con un cómodo susurro al rozar la arena.
Nuestros pasos marcaban un sinuoso camino. Andábamos despacio, andábamos
riendo, jugueteando, haciéndonos cosquillas y carantoñas. El sol lucía en todo
su esplendor y las gaviotas surcaban el cielo. No había gente en toda la cala.
A mí nunca me ha gustado la playa, pero estoy seguro de que una de mis cosas
favoritas en la vida era verte ahí, sonriendo mientras tus pies se hundían en
la aterciopelada arena. Me contabas historias de tu infancia, de cómo corrías
por este mismo sitio de pequeña huyendo de las olas. Los atardeceres en el
horizonte reflejados en el mar te fascinaban, como si fuese la mayor fuerza
hipnótica que jamás hubieras visto. El olor a salitre y la brisa marina te
acompañaron en varios momentos de tu vida, buenos y, en su mayoría, malos.
Dibujabas en la arena los nombres de tus pretendientes y los chicos del colegio
que más te gustaban. Luego, construías castillos y murallas para que la marea
no los borrase. Te daba miedo que, si los nombres desaparecían, ellos
desaparecerían también de tu vida. Siempre te ha dado miedo perder a la gente
que te importa, pienso. Siempre tratas de protegerlos frente a viento y marea.
Por eso me siento cómodo y seguro contigo. Me enseñaste la roca en la que diste
tu primer beso bañada bajo las estrellas en una noche sin luna. Me contaste
cómo él te rompió el corazón. Me hablaste de tus amigos y vuestras fiestas
hasta el amanecer. Y a los que el tiempo ha hecho que dejes atrás. No me atrevo
a pronunciar ni una sola palabra en todo el trayecto. Siento que, a poco que
dijese, se rompería el encanto del momento. El tiempo tendía a ser injustamente
rápido cuando estaba contigo. Antes de que pudiera darme cuenta, los rayos de
sol que calentaban nuestra piel empezaron a huir en la lejanía, más allá de
donde nuestra vista pudiera alcanzar. Tú tan de atardeceres, yo tan de
anocheceres. Tendimos una toalla sobre la arena, que aún irradiaba un cómodo
calor que contrastaba con la fresca brisa que la marea traía. Los besos iban y
venían, pero yo seguía sin poder decir nada. Me eclipsabas con tu sonrisa, con
tu energía, con tus cuentos y tus fantasías. Y, tumbados bajo las estrellas,
hice la primera promesa sincera de mi vida.